MITOS Y LEYENDAS – BARRIO ADENTRO 2023
Exposición Barrio Adentro, Montebello. Un viaje a través del agua y la montaña. Abierta al público desde el 18 de marzo de 2023.
PARTICIPANTES DEL LABORATORIO: Adriana Castellanos Olmedo, Alejandra Torres, Julián Hincapié, Ayda Cristina Garzón Solarte. Coordinación de programa: Diana Carolina Castaño Producción y logística laboratorio: María del Mar Jaramillo, Omar Alejandro Velásquez. Grupo de la comunidad de Montebello: Alejandra Anacona, Angélica Baena, Maricela Bejarano, Camilo Mesa, Camila Penagos, Jhon Alexander Penagos, Mónica Quinayas, Ruth Quintero, Harryson Villareal y Steven Zuluaga. Producción y montaje: Miguel Escobar, Santiago Bucheli, Pedro Gómez, Julián Hincapié, Luis Alfonso. Murales: Rural Graffiti Lettering y cartografía: Camila Penagos, Mario Ortiz Ossa. Diseño de Carteles y programa de mano: Nathalia Rivero. Registro audiovisual y fotográfico: Karol Pico.
EQUIPO BIBLIOTECA PÚBLICA RUMENIGE PEREA PADILLA: Lucia Guzmán, Alejandra Anacona y Mónica Quinayas
ARTISTAS DE LA COLECCIÓN: Beatriz González, Luis Diaz, Fernell Franco, María Thereza Negreiros, Ever Astudillo, Bibiana Vélez, León Ferrari, Roberto Angulo, Jaime Suarez
ARTISTAS DE LA COMUNIDAD: Maricela Bejarano, Camila Penagos, Jhony Alexander Penagos, Diego Posada, Rural Grafiti.
De la exposición Barrio Adentro, Montebello. Un viaje a través del agua y la montaña.
INTRODUCCIÓN
El presente libro intenta crear conciencia sobre las líneas de identidad que marcan el devenir histórico de una comunidad como la de Montebello, que no solo arrastró hasta sus tierras a gentes de diversos sectores de la geografía colombiana, sino que, con ellos trajo los mitos y leyendas que, desde su terruño de procedencia, se empacaron en medio de los trastes y se colaron en el imaginario colectivo de una comunidad naciente.
Para nadie es un secreto que los relatos míticos son poseedores de profundas verdades y enseñanzas para el ser humano; se pueden considerar envolturas simbólicas de una verdad.
Por su parte, la leyenda es un relato de hechos humanos que se transmite de generación en generación y que se percibe, tanto por el emisor, como por el receptor, como parte de la historia. La leyenda posee cualidades que le dan cierta credibilidad, pero al ser transmitidas de boca en boca, se va modificando y mezclando con historias fantásticas. Parte de una leyenda es ser contada con la intención de hacer creer que es un acontecimiento verdadero, pero en realidad, una leyenda se compone de hechos tradicionales y no históricos.
En Montebello, los mitos de la Bola de Fuego y el Descabezado de Don Floro, son los que más se han referido en los corrillos de adultos y ancianos; son los que se han contado con más firmeza y vehemencia.
Por su parte, La Niña de la Capilla y el Conductor de Guacas, se me antoja ponerlos en la categoría de leyendas.
Juzguen ustedes.
Pedro Antonio Ortiz Cárdenas
Comunicador Social
EL DESCABEZADO DE DON FLORO.
Cuando se recorre por la noche el tramo desde donde Don Floro a la entrada de Colinas, se siente un frio aterrador que estremece todo el cuerpo. En las frías madrugadas de los sábados y domingos, ese era y es el paso obligado para los amantes de la rumba que desde Arrayanes, Colinas y Montecitos se desplazaban a la otrora Caseta Comunal, la Piscina o la Curvita; esos bailaderos que existían cuando no había “hora zanahoria”. El baile, el trago y el bailoteo se alargaban hasta las cuatro o cinco de la madrugada. Con traguitos en la cabeza, tambaleando como cuando se cogen gallina, los borrachitos recobraban su lucidez al llegar al cruce de tres carreteras y el inicio de un recorrido que se debía hacer muy sobrio.
Debían estar alertas, primero, se debía enfrentar el frio que se siente al entrar en esa hondonada, tal vez efecto del viento que nace quebrada arriba y se viene por entre el cañón de dos pequeñas montañas que encauzan el viento y lo hacen rebotar sobre el cuerpo de quien por allí transita, o también puede ser ese frio que hiela los huesos cuando se está ante la puerta y la visión de un victimario.
En la esquina, ahí, donde ahora hay un billar y donde aparca de noche el vigilante de vehículos, se solía aparecer, hace rato no escucho que se aparezca, un hombre alto, fornido, adusto, con camisa blanca, pantalón blanco y sin cabeza, unos dicen que lo vieron con un sombrero negro encima del cuello, que el sombrero lo llevaba en la mano o que no le vieron tal sombrero, que más se puede pedir a quien transita por este sitio y se topa con un vecino que sin cabeza intenta despertar del sueño alcohólico al transeúnte o disipar las penas de quienes atraviesan el sector para abordar la línea, el bus o ahora el jeep que lo conduzca a la ciudad.
Dicen, los que dicen, y cuentan los que cuentan, que a este mismo hombre lo han visto, muy oriundo por el sector de la Ye, ahí mismo donde empieza el parque y se une a la pared de los que hoy es un Mirador, pero que ahí viste con capa negra, que mira con profundidad, con sus ojos que no tiene y que se sentaba en la roca inmensa que ya fue quitada.
Que la capa es como una sotana que lo cubre hasta los tobillos, que a la luz de la luna él se esconde, que se presenta los viernes y domingos, todos cuentan, alguien cuenta.
LA BOLA DE FUEGO
A las tres, cuatro o cinco de la madrugada era común ver en Montebello bajar, de uno en uno, a los viejos moradores, que se desplazaban a pie desde su terruño hasta el centro de la ciudad. Bajaban con el paso lento, la mirada tranquila y uno que otro sueño en su mochila.
Llevaban la yerba que sana, el tinto que cura el frio de los caleños o simplemente su cuerpo cansado que iba ser vendido al mejor postor en la galería del Calvario, Santa Helena o Alfonso López; vendedores, gariteros, coteros y empleadas bajaban al calor de un tabaco y con la compañía, en muchas ocasiones, de “La bola de fuego”.
Sí la “bola de fuego”, que no era una señora ardiente, una llanta quemada de alguna chiva extraviada o un asteroide de esos que ahora caen en la tierra. Era una bola de fuego que bordeaba la montaña, que desde Bonanza empieza a bajar, hasta esa curva de casi cuarenta y cinco gados que se conoce como “la vuelta del muerto”.
Ahí, cuando se bordeaba “La Curvita”, se empezaba a sentir su calor. Ya se bajaba a los Mangos en donde se saludaba a Don Matato, quien empezaba su día con un buen trago de café; y se empezaba a subir, arriba se alcanzaba a ver la empinada loma que acompañaba el camino; se caminaba rápido pero seguro, el paso se aceleraba, la sangre fluía más presurosa y el santo temor se apoderaba del espíritu.
No era siempre, comentaba Alberto Ortiz, platanero de vieja data en Santa Helena. No sé qué días pero que aparecía, aparecía. Era una bola de fuego, que bajaba al compás del paso de la víctima que solo atinaba a apresura su caminar y sentir el calor de aquella llama que salía con el rabotear de “La bola de fuego”.
Era increíble, siempre llegaba a la “vuelta del muerto” que hoy se ha convertido en Mi Rey, en la salida y entrada de Las Palmas, y que ha cobrado decenas de heridos. Allí donde la línea se fue en los años 60 y el viejo conductor empezara a cojear.
“La bola de fuego”, no asustaba, no daba miedo, no aterraba… solo acompañaba; sórdida luz que jugaba con el sol que tímido, empezaba alumbrar el día.
LA NIÑA DE LA CAPILLA
El atrio del otrora templo se empezaba a llenar de niños y niñas que jugaban al compás de una ronda infantil, haciendo más corta la espera del padre misionero que llegaba a salvar las almas, impartir la catequesis y dar a sus feligreses la acema y la bolsa de leche que había conseguido para los pobres de la ladera.
Cinco, diez, quince, veinte niños o quizás más, se reunían todos los sábados desde las tres de la tarde para escuchar el pan de la Palabra y comer el Pan de trigo. La capilla era más una enramada de paredes a medio terminar, con medio techo y una pesada puerta de hierro fundido que se había conseguido en una casa vieja en Cali.
La puerta estaba sobrepuesta en el hueco que alguna vez la vería bien instalada. Ya el sábado veía caer la tarde, cuando la niña llegó, como de costumbre, a esperar su pan y su leche, y la enseñanza de su catequista. Mientras esperaba, jugaba “escondidas”, a “la gallinita ciega”, “el puente está quebrado” y de vez en cuando, corría por entre el matorral para escapar de sus cautivos. Por esas cosas de la vida, se trepó por entre los cuadrantes de la puerta; escaló uno, dos, tres y hasta un cuarto pasos; sintió como ese pesado metal se le movía. Una y dos y hasta tres madres, que veían el juego desde lejos, advirtieron el peligro y corrieron a sostener el pesado marco. Pero sus pasos, cual gacelas, fueron lentos para evitar que la pesada puerta cayera sobre la humanidad de María.
Lo que segundos antes era un hervidero de gente agolpada en la entrada del templo haciendo fila, ahora era un arrume de personas observando, impotentes, un cuerpo inerte y una asesina puerta encima de su víctima.
Así corrieron los años. María no comió el pan de cada sábado, fue a la mesa del Rey a comerlo de su propia mano; no quiso hacer su primera comunión, pues se fue a la eternidad a estar en comunión; no quiso escuchar más las palabras de su catequista y se fue a escucharlas directamente de su maestro.
Así, corrieron los años. Los muchachos la olvidaron, se hicieron jóvenes… ya no iban a la capilla. Subían al cerro a ejercitar el cuerpo y cuando bajaban por la empinada calle que ostenta al templo, se quedaban callados, mudos, silenciosos. De pronto, veían una imagen borrosa, vestida de blanco, al lado de la pesada puerta; unos corrían, otros se arrumazaban entre sí para ver el espectáculo, algunos incrédulos no la veían, y otros en cambio, salían con su asombro despedidos de fe y de ternura, al ver a la “Niña de la Capilla”, que tiempo después bajaba a la tierra a seguir jugando a las escondidas, ya no a jugar entre los matorrales, sino más bien entre las mentes y la imaginación de aquellos jóvenes que vivieron esa experiencia.
El templo fue construido sobre la sangre de esta infanta que, hoy su nombre, en el olvido ha quedado. La Casa Cural, en vivienda de niñas, con padre sacerdote, se convirtió. Ellas jugaban sin saber lo que la niña, años atrás, también jugaba, dicen ellas… hoy señoras que la escuchaban llorar de madrugada y caminar en las tardes de sol; que algunas, al calor de sus juegos inocentes, la veían sentada en las sillas de bien atrás del templo. Sus piecitos no alcanzaban la tierra y los balanceaban con el ritmo dantesco de una aparición.
Que el sacerdote del lugar, con paso lento y mirada tierna, dijo no creerles. Sin embargo, a él mismo lo veían detener su mirada en las noches de luna sobre el fondo el sagrado sitio; que una noche, cuando las creía ya dormidas, se hizo de pote de agua, hisopo y libro bendicional, se fue al templo y con su casulla puesta, hacia oraciones, rociaba lo que creyeron era agua bendita, deteniéndose en la pesada puerta de metal fundido.
Dicen las niñas, hoy ya madres, que nunca más volvieron a ver la “Niña de la Capilla”, que como ángel de Dios fue despedida, con agua bendita fue rociada y que el padre se ocupó de sus oficios terrenales; que, en la misa, una oración en silencio por la niña él hacía y así se conjuró un alma en pena, que yacía atrapada en la indiferencia de unas gentes que, después de depositar su frio cuerpo en la tumba del pueblo, se olvidaron de ponerla en manos del Dios bueno y niño.
EL CONDUCTOR DE GUACAS
Camino al cerro, el caminante desprevenido se topa con una hondonada en medio de la vía, por ahí por el sito donde atendía doña Trina, aquella vieja adusta que curaba el mal de ojo, daba remedios de yerbas y de vez en cuando leía el tabaco y veía el futuro en medio de la maleza que surcaba sus predios.
Un bajonazo en la aplanada carretera desdice de su diseño y marca un hito en la construcción de tan brillante historia. La carretera empedrada y al fondo, las tres cruces de más de veinte metros, enmarcan la historia de suerte, desaparición y guaca que allí se vivió y que muy poco tiempo después, se convirtió en la hoy historia del “Conductor de Guacas”.
Guacas, un sector de Montebello, que fue otrora cementerio indígena, y donde se encontraban tumbas con ollas, usos, dientes y cavernas frías, es el inicio de esa vía que hoy nos ocupa. Desde 1937, se veían en el cerro que vigila a Cali, tres cruces que buscaban conjurar al diablo, que desde esta altura pretendía dominar la ciudad. Según cuentan los que cuentan cuentos, el diablo se apareció en el cerro y maldijo a los habitantes de Cali, así que, para contrarrestar esta maldición, un padre organizó la construcción de las cruces para encerrarlo dentro del cerro mismo. Inicialmente, estaban hechas en guadua, pero posteriormente se hizo el cambio por las que hoy cuidan y conjuran la maldad.
El cerro estaba hecho, pero la vía no. Desde el sector de Chipi Chape, llamado así por el ruido que producían los caballos en el pantano que se originaba en la estación del ferrocarril, se empezó a reforzar la vía que conducía a Golondrinas, y que debían hacer llegar hasta la mismísima base de la cruz central.
Todo se dispuso y el trabajo se empezó a ejecutar. La máquina, una retroexcavadora amarilla con hierros roídos por el tiempo, la lluvia y el sol, se desplazaba lentamente por el camino de herradura; su conductor, un viejo mal encarado, gordo y fortachón, movía las palancas como el viento mueve las hojas de un platanal… día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto. Dicen que llegaba a lomo de mula y otros, que suben la línea que llevaba a Golondrinas, o quizá, a pie por la empinada cuesta que del rio llegaba al cerro.
Era un obrero de etnia indígena, pasaba de los sesenta años y vivía en esos barrios del centro de la ciudad que por las noches recibían hombres y en las madrugadas escupían borrachos; pero él no, nunca se le vio ebrio.
Uno de tantos días encendió la máquina, se puso su sombrero y empezó a hurgar la tierra que le daba su sustento. Empero, a eso de las diez de la mañana, cuando el sol ya hacía de las suyas en el cuerpo de este hombre, sintió como su vehículo tropezaba fuertemente con lo que creyó era una roca que le interrumpía su paso. Volvió a mover las palancas; marcha atrás, palancas, marcha adelante y fuerza en el envión… pero fue infructuosa su insistencia. Decidió bordear el tumulto, sin importar abrir más la vía hacia los lados. Vio como el sol reflejaba en el tumulto y como parecía sonreír burlonamente, con destellos de luz incandescente.
Apagó la máquina que ensordecía sus oídos; bajó lentamente por entre los hierros y se situó a pocos metros de su objetivo. Parecía una caneca refulfuyente; un baúl de pirata mal oliente o una olla de hierro de finca simplemente. Se acercó aún más para comprobar sus teorías y, mirando alrededor, en su contorno, se dio cuenta que su única acompañante era la soledad que se reflejaba en la máquina que impávida lo miraba y la maleza de la loma que tiernamente se mecía con el leve viento que, de La Paz, ya bajaba.
Tocó con sus manos el recipiente; se hizo a una de las palas que llevaba y cavó lo suficiente para describir ese receptáculo que se había resistido a la fuerza de la máquina, y que ahora a soñar, ella lo invitaba.
Habiendo descubierto un baúl con apliques de hierro y un metal que era dorado, observó el grande candado que llevaba. Sin tener el más mínimo cuidado, desgarró la pica sobre la cerradura y con la pala se ayudó para abrirlo con mucha lentitud. Un poco alejado de la vasija, descubrió que, de dentro, un color dorado lo llenaba todo.
Su corazón, ya viejo por los años, palpitaba más de lo acordado. Se agachó con maña para coger uno de los objetos y se llevó tamaña sorpresa, para sí y para todos: un collar de talla manual, que se enredaba en una vasija parecida a una jarra, otras joyas que todas juntas pesaban lo mismo que dos bultos de cemento.
Cerro rápidamente el cacharro, busco metros abajo la bestia que pastaba placida después de haberlo llevado a su trabajo; la cogió duro y con firmeza, le ató un lazo a su cabestro y, con cariño y mucha firmeza, lo obligó a caminar por unos metros mientras el baúl era liberado de la fosa, que quien sabe por cuantos años lo detuvo.
Empacó joyas y utensilios en su saco y su camisa, en el bolso en el que llevaba su almuerzo. intentó subir el mueble a su jumento, pero infructuoso por el peso, se ligó a meter cuanto había en el costal con el que limpiaba la máquina cuando se varaba. Cuenta Omar que, aunque él no había nacido, lo vio bajar apresurado, sin camisa y chorreando agua por su cuerpo, por el entramado de curvas que desde la loma van a dar a la Campiña.
Que en el barrio no lo han visto aún llegar; que la esposa aún lo espera con un tinto entre sus manos; que sus nietos merodean aún por estas tierras y que el sueldo de su trabajo yace en el escritorio del alcalde. Que dos días después de su desaparición los vecinos del sector se pelearon por el baúl, que algunas narigueras, anillos y pendientes lograron encontrar y con ellas, pudieron pagar la tierrita donde aún viven. Que los muertos, dueños del botín, lo cogieron y con la guaca lo fueron a enterrar, esta vez más profundo y más lejano. Que, en Semana Santa, en la loma del Cerro, una luz se deja brillar; que tuvo otros hijos y que hoy son grandes magnates del país; o qua tal vez, fue un espejismo y yace loco en un sanatorio deslumbrado por el sol que entra a su cuarto, por entre las hendijas de un tejado.
Sea lo que sea, haya pasado lo que haya pasado, la Historia cuenta esta leyenda que ocurrió en la mente colectiva de unas gentes o en la realidad de un hombre que hoy no vive para corroborarlo.